miércoles, 24 de febrero de 2010

Santo Tomás de Aquino (1224-1274)


Tomás de Aquino nació a finales de 1224 en el castillo de Roccasecca en la provincia de Nápoles, hijo y nieto de la nobleza guerrera. Sus padres, Landolfo de Aquino y Teodora de Teate, eran de origen lombardo y normando. Landolfo prestó servicios al emperador Federico II y llegó a ser Justicia de la Tierra de Labor, del reino de Sicilia, dignidad equivalente a Gran Canciller, señor de toda la administración civil y judicial. Tuvo seis hermanos varones, guerreros y políticos y cuatro hermanas, tres casaron con condes y Marotta, la mayor, fue benedictina y abadesa. Reinaldo, un hermano de Tomás, es el primer poeta en lengua italiana, precursor del “dolce stil nuovo”.

El señorío de Aquino era vecino de Monte Casino, abadía benedictina desde cuya altura se domina el acceso al norte de Italia, gobernada por un abad con atributos feudales. Landolfo lo envió allí con 5 años, en calidad de “oblato” (aspirante a monje), soñando un futuro para él y para el peso social de la familia, y Tomás se formó en humanidades, música y religión en Monte Casino hasta los 14 años.

Entre el Emperador y el Papa
En 1239 Federico II Hohenstaufen (1194-1250), rey de Sicilia y emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, entró en los Estados Pontificios, movido por la am­bición de hacer de Roma la capital de su Imperio. Sus tropas quemaron conventos, asesinaron frailes y se apoderaron de bienes eclesiásticos. Aquel emperador dos veces excomulgado, declaró repetidamente la guerra a la Liga Lombarda y al papa; emprendió una extraña cruzada y se coronó a sí mismo rey de Jerusalén, aunque a cambio fundó una co­lonia musulmana en el sur de Italia, y le erigió una mezquita; había fundado también la Universidad civil de Nápoles, para competir con las eclesiásticas, adoptaba atuendos y costumbres orientales y llevaba en su corte ambulante eunucos, bayaderas y esclavos, además de un exótico “zoológico” de animales africanos y asiáticos. Quería ser el dueño absoluto del Occidente cristiano. Había iniciado las hostilidades el año de su coronación (1220), y desde entonces, los papas residieron en diversas ciudades de los Estados Pontificios: Anagni, Orvieto, Viterbo y Perugia. La Curia romana se convirtió en una corte itinerante, hasta la derrota del nieto de Federico por Carlos I de Anjou, hermano de Luis IX (1268) y el posterior establecimiento de los papas en Aviñón (1309).

Landolfo de Aquino servía al emperador, por eso en 1239 Tomás abandona la abadía y se matricula en la Universidad de Nápoles, en “artes liberales”. Allí conoció la filosofía y la Orden de predicadores. Pero los Aquino no querían un fraile mendigo en la familia, sino un abad o un obispo; la oposición era muy clara. No obstante, muerto su padre a finales de 1243, y con los 18 años que requerían los estatutos, toma el hábito y se traslada a Roma, el General de la Orden, Juan de Wildeshausen, el Teutónico, decide llevarlo a Bolonia para que haga el noviciado y luego a París a continuar estudios.

Mientras, vasallos de la familia llevan la noticia entre lágrimas a Teodora de Teate; ésta viaja tras su hijo de Nápoles a Roma y ya no lo encuentra allí. “Entonces envió a sus hijos mayores que estaban en la corte del emperador, acampada en Aquapendente, un mensajero —narra el cronista G. de Tocco—, el cual, con la bendición materna, les pedía que se apoderaran de Tomás, a quien los Predicadores habían vestido el hábito de su Orden y hacían que huyera del reino. Ejecutando la orden de su madre, los hijos de Teodora expusieron al emperador la orden recibida y, con su consentimiento, enviaron exploradores a reconocer rutas y caminos”. Tomás fue apresado y enviado al castillo familiar de Montesangiovanni, y luego a Roccasecca.

La madre hizo todo por persuadirlo a volver a la vida seglar o a Monte Casino. Pero durante año y medio, el joven se aferró al hábito mendicante. Sus hermanos lo trataron con más dureza y, en una ocasión, le llevaron una joven de costumbres ligeras para seducirlo. Todo en vano. Con el tiempo la oposición familiar cedió, Tomás hacía vida de estudio y oración, y arrastró con su ejemplo a su hermana Marotta a la vida religiosa. De acuerdo con otros frailes, se fuga, completa el noviciado y es enviado al Studium Generale de la Orden dominicana en Colonia. Allí enseñaba a la sazón el maestro Alberto.

El buey mudo de Sicilia

Las anécdotas de su época de estudiante nos informan del aspecto y el temperamento de Tomás, era callado y prudente, pero todo un Aquino: grueso y de 1,90 de estatura; sus compañeros lo apodaron “el buey mudo de Sicilia”. Alberto de Bollstädt (san Alberto Magno), descubrió el talento de aquel alumno y lo convirtió pronto en su discípulo. Dicen que Alberto anunció a los condiscípulos de fray Tomás: “Lo llamáis buey mudo, pero os digo que su mugido resonará en el mundo entero”. Tomás fue el continuador del proyecto de Alberto: conciliar el naturalismo de Aristóteles con el espiritualismo de San Agustín. Se trataba de formular la síntesis de razón y fe. La convicción de fondo de Alberto Magno y Tomás de Aquino era esta: la ciencia no está contra la fe; son dos fuentes de luz para ilustrar al hombre, cuyo origen común es el Creador.

Mientras Tomás se preparaba para la ordenación sacerdotal y la docencia, su familia cambió de bando; los hermanos se conjuraron contra Federico II, en 1246, Reinaldo fue ejecutado y los otros desterrados; perdieron el señorío de Roccasecca y sólo les quedaba Montesangiovanni en los Estados Pontificios. A instancias de la madre, el Papa Inocencio IV le ofreció la abadía de Monte Casino, para apoyar económicamente a su familia. Más tarde Clemente IV le propuso el arzobispado de Nápoles. Aquello consonaban con la mentalidad feudal pero no con la de un fraile y Tomás era fraile mendicante, entregado al estudio y la docencia; él rechazó la mitra abacial, como Francisco de Asís las riquezas burguesas. Era una nueva mentalidad, una forma literal y austera de entender la pobreza evangélica.

La Universidad de París

La “inteligencia” de la Cristiandad, estaba organizada como un importante gremio y dotada de leyes propias: era como “otra” ciudad, dependía del del papa y el rey. No respondía a la imagen de una Edad Media pacíficamente cristiana, en la que no pasa nada, sino que durante 25 años estuvo siempre amenazada por la huelga general, frecuentemente sacudida por alborotos, choques entre estudiantes y fuerzas del orden y una sorda, pero feroz, lucha intestina por el poder.

Al apacible muchacho que llamaban “buey mudo” lo puso Alberto allí, en medio de las más ásperas controversias. La primera tuvo carácter “político”, la promovió Guillermo de Saint-Amour, contra las órdenes mendicantes y su presencia en la Universidad. Este profesor secular publicó un librito difamatorio contra las nuevas órdenes religiosas, presentándolas como el peligro moderno (De periculis novissimorum temporum), y trabajó para expulsar a franciscanos y dominicos de la Universidad. En el Convento de Saint-Jacques (Les jacobins) se llegó a agresiones físicas a los alumnos asistentes y éstos abuchearon a un rector que pretendía cerrar el Centro. A pesar de huelgas y comienzos de curso con el recinto acordonado de arqueros del rey, allí los maestros eran serenos y de ciencia sólida. Junto a Los Jacobinos está aún “Place M’Aubert” (Plaza del Maestro Alberto), donde enseñaba porque los alumnos no le cabían en el aula. Lo mismo sucedió con fray Tomás: “En su enseñanza suscitaba nuevos temas; encontraba un modo nuevo y claro de afrontarlos; aducía nuevas razones...” Era todo novedad, algo atractivo para un joven: aristotelismo no pagano; una inteligencia osada que trataba la “pagina sacra” no como mera alegoría piadosa, sino como teología, “ciencia”, conocimiento por causas.

Vivió el pensamiento. Pensó la vida,...a pie.

La segunda gran discusión no fue por el poder, sino por las cosas sublimes. Se discutía sobre lo más elevado y menos tangible: ¿Hay un alma inmortal?, ¿ha creado Dios el mundo, o la materia es eterna? ¿Es igual “tiempo infinito” que eternidad? En aquella época de las “escuelas” se hizo verdadera filosofía y no sólo teología. Lo más filosófico fue el atrevimiento de las preguntas. Hubo innovadores que querían deshacerse de la fe tradicional y hallar para todo una explicación científica, seguidores de los sabios griegos y musulmanes como Aristóteles, Avicena y Averroes. Y hubo conservadores o, incluso, reaccionarios que querían deshacerse de la ciencia griega y abrazar una fe pura; como si fueran los intérpretes de los Padres de la Iglesia. Tomás de Aquino no fue amigo de tensiones desesperadas: «¿los sentidos o la razón?, ¿la mente o el corazón?» No. La diversidad no es ruptura y conflicto, sino orden; en él predomina la aceptación de los diversos legados históricos y su armonía. Chesterton expresó acertadamente cómo la clave de la síntesis tomista es una afirmación, clarividente y positiva a la vez: «Si el morboso intelectual del Renacimiento es el que dice ‘Ser o no ser, he ahí la cuestión’, el macizo doctor medieval responde con voz de trueno: ‘Ser, ésta es la respuesta’».

La biografía de Tomás sigue el hilo de estancias en distintas ciudades y la redacción de gruesos escritos. Considerando la serie de títulos en latín, fechas y ciudades distintas, los encargos de su Orden, las consultas de papas, clérigos, nobles, reyes, etc., uno se pregunta de dónde sacó el tiempo para escribir obras tan complejas y hermosas como la Suma contra Gentiles, o la Suma Teológica; sólo comparables, en belleza y grandiosidad, a una catedral gótica cuya elevación y luz hacen olvidar que es de piedra.

Llegó a París de profesor ayudante; accedió a la plaza oficial con sólo 31 años, y empezó a enseñar y a escribir obras profundas, obtuvo una cátedra, y todo de 1254 a 1259. Llamado a la Curia pontificia, residió en tantas ciudades como los papas itinerantes. La etapa italiana (1259-1268) es la más fecunda en escritos; además organizó el sistema educativo de los dominicos y fundó su Estudio General de Roma. Su madurez se reparte entre una segunda estancia en París (1269-1272) y la vuelta a su Nápoles natal, con el encargo de organizar el Estudio General o Universidad de los dominicos.

Para un intelectual, una serie de contrariedades: ¿cuántas veces cambió de casa?, ¿cuántos viajes atravesando Europa a pie?, ¿cuántas reuniones, cuántos encuentros crispados? ¡Cuánto tiempo perdido y qué pocos libros! Bibliotecas escasas, en abadías perdidas en el campo. Su vida fue leer, memorizar y meditar, a la vez que caminaba. Disculpamos así su carácter absorto: meditaba caminando. Más que escribir, dictaba. A veces, dictaba tres libros distintos a la vez. Aún así, su única salida de tono fue una exclamación de alegría, sentado a la mesa del rey de Francia, pues no pudo evitar el compromiso, ni dejar en casa sus cavilaciones. En medio de la conversación, los comensales olvidaron al silencioso fraile, de pronto se oyó un recio puñetazo sobre la mesa: “¡Y esto acaba con los maniqueos!” Todos miraron con horror al rey Luis que, con una sonrisa, hizo llamar a su secretario: “Tome usted nota de lo que le va a dictar fray Tomás, ¡es muy importante!”

Los sabios paganos afirmaron que sólo es feliz quien contempla las verdades eternas y se separa de la muchedumbre, movida por las pasiones. Tomás escribió: Es mejor transmitir a los demás las cosas estudiadas, que contemplar solo. «¡Transmitir a los demás!». Este es su lema. Al ideal griego de la sabiduría unió con naturalidad el ideal cristiano del amor: es mejor dar que recibir. Se debe estudiar y saber para enseñar, no para ser un “selecto”. Quiso ser fraile predicador, quiso saber para comunicar.

Il buon fra Tommaso!

Fray Tomás unía el tacto del corpulento aristócrata, un corazón ardiente de poeta enamorado, que exclama ante la Eucaristía: “Adoro te devote, latens deitas!” La unión en un solo hombre de una inteligencia superdotada, la flema de un buey de arar y la pasión con que se aferró a la pobreza y al amor divino, hacían de él un “todo terreno” para las luchas universitarias. El tiempo dio la razón a Alberto. El rey Luis IX (san Luis de Francia) también se percató de la categoría del fraile y se aconsejaba de él, antes de tomar decisiones importantes. El Papa Urbano IV lo llamó a su lado y lo convirtió en teólogo de la Casa Pontificia, le encargó libros y el oficio de la fiesta del Corpus Christi, para la que compuso Tomás algunos de los himnos litúrgicos más conocidos, sensibles y profundos: “Pange lingua”, “Lauda Sion”... A su muerte, el Rector y la Facultad de Artes de París escribieron una sentidísima carta al capítulo general de Lyón, pidiendo el cuerpo de quien había sido honor de la Universidad, luz de las inteligencias. Se había ganado a los belicosos parisinos.

El “ojo crítico” de Tomás fue extraordinario: señaló que algunos libros atribuidos a Aristóteles eran obras platónicas y la filología moderna le ha dado la razón. De ahí la necesidad de textos fiables, y Guillermo de Moerbeke, tradujo Aristóteles al latín, para él, directamente de manuscritos griegos.

Se piensa en los genios como seres fríos y distantes; pero fray Tomás era próximo. Sus estudiantes le llamaban il buon fra Tommaso; solían rodearlo y hablar con él. Volviendo de un paseo a Saint-Denis, a la vista de París, uno le dijo: “¡Qué ciudad, maestro! ¿No le gustaría gobernarla?” “No hijo, que no tendría tiempo para pensar. Lo que querría es poder leer los comentarios del Crisóstomo a San Mateo”. Los libros eran raros y carísimos, hechos a mano. Tomás tenía el hábito de memorizar lo que leía, se ha comprobado que citaba de memoria la Biblia y a los Padres de la Iglesia.

Murió con 49 años, mientras acudía, enfermo, al Concilio de Lyón, en la hospedería del convento cisterciense de Fosanova, sufragáneo del castillo de Maenza, de su sobrina Francisca, en su tierra natal, el 7 de marzo de 1274.

El pensamiento de Tomás de Aquino, hoy

Fue canonizado por Juan XXII, en Aviñón, en julio del 1323. Pío V lo proclamó Doctor de la Iglesia, en 1567. De forma ininterrumpida todos los Papas y Concilios han recomendado la doctrina y el estilo de Santo Tomás a los estudiosos católicos. Ya en 1323 Juan XXII lo presentaba como modelo de sabiduría: «en cuyos libros aprovecha más el hombre en un año, que en los de los otros en toda una vida». La recomendación insistente de enseñar a Sto. Tomás, llegó al máximo en la encíclica Aeterni Patris (1879), con que León XIII salió al paso del moderno subjetivismo e idealismo, tendentes a disolver toda certeza. Los papas y Concilios del s. XX, lo prescriben como criterio de pensamiento católico. En eso han insistido Pablo VI en 1974 y Juan Pablo II, especialmente en las encíclicas Veritatis splendor (1993) y Fides et ratio (1998).

martes, 23 de febrero de 2010

EL LIBERALISMO

El liberalismo como doctrina política derivaba del racionalismo del siglo XVIII, por cuanto se oponía al yugo arbitrario del poder absoluto, al respeto ciego al pasado, al predominio del instinto sobre la razón. Por el contrario, preconizaba la búsqueda de la verdad por parte del individuo sin ningún tipo de trabas, sino mediante el diálogo y la confrontación de pareceres, dentro de un clima de tolerancia, de libertad y de fe en el progreso. Esa doctrina se asentaba en la confianza en el poder de la razón humana que todo lo esperaba de las constituciones y de las leyes escritas. Su rasgo distintivo consistía en el deseo de querer resolverlo todo mediante la aplicación de unos principios abstractos y mediante la aplicación de los derechos de los ciudadanos y del pueblo.

La Revolución fue lo que dio fuerza verdaderamente a estas ideas. Frente a los privilegios históricos y a las prerrogativas tradicionales del príncipe o de las clases gobernantes, el liberalismo opone los derechos naturales de los gobernados. Frente a la idea de jerarquía y de autoridad, el liberalismo presenta las ideas de libertad y de igualdad. Y estas ideas son aplicables a todos los terrenos: al gobierno, a la religión, al trabajo y a las relaciones internacionales. Pero el liberalismo se refiere fundamentalmente a dos aspectos: a lo político y a lo económico.

El liberalismo como sistema político fue construido a partir de las doctrinas de los viejos maestros Montesquieu, Voltaire, Rousseau o Condorcet, que se consagran después de la caída de Napoleón y se extienden desde Francia e Inglaterra por el sur y por el este de Europa. El liberalismo político proponía una limitación del poder mediante la aplicación del principio de la separación entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, de tal manera que el legislativo quedaba en manos de una Asamblea elegida por sufragio censitario. Esa división debía establecerse mediante la creación de órganos que tuviesen la misma fuerza, pues en el equilibrio de los poderes residía la mejor garantía de su control mutuo y al mismo tiempo de la libertad del individuo frente al absolutismo.



El liberalismo se distinguía de la democracia o del radicalismo porque defendía la idea de la soberanía de las asambleas parlamentarias frente a la soberanía del pueblo; porque daba primacía a la libertad sobre la igualdad y porque preconizaba el sufragio limitado frente al sufragio universal. Para los liberales, la Revolución francesa se había condenado a sí misma a causa de sus excesos: el reinado del Terror y la democracia popular habían conducido a la reacción y a la dictadura militar de Napoleón. El liberalismo comenzó a transformar a Europa a partir de la senda década del siglo XIX y fue precisamente en España donde tuvo una de sus más tempranas manifestaciones con la reunión de las Cortes de Cádiz y la elaboración de la Constitución de 1812, la cual se convirtió en un símbolo para muchos liberales europeos. De hecho, el término liberal fue utilizado por primera vez por los diputados españoles en aquellas Cortes en el sentido de abiertos, magnánimos y condescendientes con las ideas de los demás, en su lucha por acabar con el absolutismo tradicional de su Monarquía. Unas veces, el liberalismo se impuso mediante un movimiento revolucionario, como fue el caso de Francia en 1830, y otras recurrió a la reforma mediante una evolución progresiva del sistema político sin violencias, como ocurrió en los Países Bajos o en los países escandinavos.

¿Cuáles son las características de los regímenes liberales? Veamos qué elementos y qué rasgos comunes podemos encontrar en ellos y de qué forma podríamos definirlos. En primer lugar hay que aclarar que aunque no forma parte sustancial de su doctrina política, el liberalismo acepta la Monarquía y de hecho en Europa durante el siglo XIX casi todos los regímenes liberales están presididos por el rey. No ocurre lo mismo, sin embargo, en América por la falta de tradición que el sistema monárquico tenía en los países de aquel continente. Como elemento esencial en todo régimen liberal está la Constitución, que es una ley fundamental por la que se rige el sistema político y está dictada siempre por una Asamblea constituyente, a diferencia de la Carta otorgada, que, como la promulgada en Francia en 1814 y siendo también una ley fundamental que tiende a cumplir la misma función, está dictada por el poder, es decir, impuesta de arriba a abajo.

La primera es aquella cuyos términos pueden ser desarrollados posteriormente en otras leyes más específicas, como ocurre cuando se dice que las elecciones se efectuarán de la forma que determinen las leyes. Es decir, se dejan muchos de sus artículos a una interpretación posterior para que ésta pueda cambiar sin que por ello haya que modificar el texto constitucional. La Constitución rígida, por el contrario, no deja nada a la interpretación posterior: lo tiene todo previsto. La Constitución gaditana de 1812 es un claro ejemplo de Constitución rígida. La Constitución se considera como algo sagrado, intocable, en los regímenes liberales. Cuando hay algo que no está de acuerdo con ella, se saca a relucir inmediatamente el término anticonstitucional, y en el momento de su aprobación siempre se piensa que va a ser definitiva, cuando lo más frecuente es que no ocurra así. En Francia se elaboraron y aprobaron varias Constituciones en el siglo XIX y lo mismo ocurrió en España. La Constitución, tiene también un carácter universalista, es decir, está basada en unos principios tan generales y de tanto interés para todos que éstos podrían ser aplicados a todos los países, y de hecho así ocurrió por ejemplo en Portugal, donde se copió exactamente la Constitución gaditana de 1812. Según el esquema de Montesquieu en el que se basa el régimen político liberal, el poder legislativo elabora las leyes, el ejecutivo las hace cumplir y el judicial determina si estas leyes han sido cumplidas o no. El ejecutivo no tiene, en definitiva, más que un papel de gendarme.

El elemento esencial del liberalismo es la Asamblea, que es la reunión de los representantes de la soberanía nacional y la que tiene la potestad de hacer las leyes. El sistema liberal admite la existencia de una sola asamblea, o dos. Cuando el poder legislativo está dividido en dos Cámaras, la Cámara Alta, compuesta generalmente por individuos que por su mayor edad o por su situación suelen ser más conservadores, actúa como freno de la Cámara Baja.La Asamblea crea el parlamentarismo, cuyo eje son los partidos políticos, no contemplados por la Constitución, pero que constituyen parte fundamental de la dinámica política de los sistemas liberales. En realidad, los partidos políticos, que comienzan a aparecer en los inicios del liberalismo, no son más que la agrupación de aquellos ciudadanos que defienden unos principios comunes expresados en unos programas en los que se exponen sus puntos de vista sobre los asuntos de su propio país y la solución que darían a sus principales problemas en el caso de que alcanzasen el poder. Benjamin Constant, uno de los principales teóricos del liberalismo doctrinario francés, afirmaba que los partidos políticos eran la esclavitud de unos pocos para la libertad de la mayoría.Los diputados de la Asamblea son elegidos por el cuerpo electoral.

El liberalismo no considera que el derecho al voto sea un derecho natural, sino más bien una función, un servicio público para el que la nación habilita a una serie de ciudadanos que reúnen unas determinadas condiciones, generalmente económicas. El liberalismo, a pesar de que consagra el principio de la igualdad de derechos de los hombres, introduce una distinción entre el país legal y el país real. A pesar de que pueda ser contradictorio, en la sociedad liberal sólo una minoría dispone del derecho al voto, de la plenitud de los derechos políticos. Aunque esta discriminación sea al mismo tiempo selectiva y exclusiva, como señala René Remond, no es por eso definitiva o absoluta: no excluye de por vida al individuo. A éste le basta con reunir las condiciones exigidas -alcanzar los 300 francos del censo en el caso de Francia- para transformarse de inmediato en elector. "¡Enriquecéos!", espetaba Guizot a aquellos que reclamaban el derecho al voto.

Sólo los que trabajaban, ahorraban y se enriquecían podían acceder a manifestar su voluntad política en el acto electoral. La política liberal se inscribe de esta manera en la perspectiva de una moral burguesa que ignora las dificultades y las trabas que tienen los individuos de las clases más deprimidas para promocionarse socialmente. Por eso, aunque el liberalismo se basa en la igualdad de derecho, en el sentido de que todos los ciudadanos gozan de los mismos derechos civiles, de hecho establece unas diferencias sociales basadas, no en el nacimiento y en la sangre como ocurría en el Antiguo Régimen, sino en la posesión de riquezas.

El dinero es uno de los pilares fundamentales del orden liberal, por cuanto se convierte en un principio liberador. Frente a la escasa o nula movilidad social que ofrecía la propiedad del suelo, que ataba al individuo a la tierra, o el nacimiento, el dinero como pauta para establecer la jerarquización de la sociedad abre posibilidades a todos para alcanzar un puesto en su escalafón. Las sociedades de los países occidentales de Europa ofrecen numerosos ejemplos de individuos que han ascendido rápidamente en la jerarquía social. El dinero se convierte, pues, en un factor de liberación y en un medio para la emancipación social de los individuos. Pero el dinero puede ser también un motivo de opresión. Para aquellos que no pueden alcanzar la riqueza, la situación se agrava.

El triunfo de una economía liberal, en la que se impone el beneficio sobre cualquier otra consideración, lleva aparejada la miseria de los más débiles, que se ven desprotegidos en una sociedad en la que sólo existen las relaciones jurídicas, impersonales y materializadas por el dinero. El liberalismo político alcanzaría un notable grado de desarrollo con los doctrinarios franceses, entre los que destacaron Benjamin Constant, Guizot y Royer Collard. Desde el punto de vista económico, el liberalismo defendía la libertad plena y total, la supresión de las corporaciones y de los gremios, y de todas las trabas que pudieran suponer un obstáculo para el libre desenvolvimiento de las empresas y de las asociaciones. El Estado burgués debía renunciar a los viejos principios del mercantilismo y a cualquier tipo de intervencionismo en la economía de los países.

Jeremy Bentham (1748-1832) fue uno de los pensadores que más influyó en la consolidación de estas ideas en estos años iniciales del siglo XIX. Bentham aseguraba que "los individuos interesados son los mejores jueces para el empleo más ventajoso de los capitales y que el hombre de Estado tan propenso a inmiscuirse en las cuestiones de la industria y del comercio no es en nada superior a los individuos que quiere gobernar sino que le es inferior en muchos aspectos". En efecto, su argumento era que un ministro no tiene por qué saber mejor que un hombre de empresa cómo se manejan los negocios puesto que éste se ha dedicado a ello toda su vida, por consiguiente le es inferior. De ahí que concluyese que "la intervención de los gobiernos es una equivocación; actúa más como un obstáculo que como un medio". Para él, el Estado era incapaz de regular y de ordenar la sociedad económica y debía abstenerse y dejar al individuo que dispusiese libremente de sus propios intereses.

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En este mismo sentido desarrollaron sus teorías económicas liberales otros pensadores que se basaban a su vez en tratadistas del siglo XVIII como Adam Smith y los fisiócratas franceses, aunque ya no creían como ellos en un orden económico espontáneo debido a la bondad de la Providencia y al juego de la libertad individual. Entre ellos se hallaba Robert Malthus (1766-1836), quien publicó su polémica obra Ensayo sobre el principio de la población el mismo año en que estalló la Revolución francesa, aunque fue reeditada posteriormente en numerosas ocasiones. La idea fundamental de Malthus es que la población se acrecienta en progresión geométrica, mientras que la subsistencia lo hace sólo en progresión aritmética. De esa forma, la miseria en el mundo tendería a aumentar ya que la población crecería más rápidamente que la producción para alimentarla. "Un hombre que nace en un mundo que está ya completo -escribió Malthus-, si no puede obtener de sus padres la subsistencia que justamente les pide, y si la sociedad no necesita de su trabajo, no tiene ningún derecho a reclamar la más mínima porción de alimento y, de hecho, está de más. En el gran banquete de la naturaleza, no existe un cubierto para él". Los hechos demostraron posteriormente que los cálculos de Malthus eran equivocados.

Ni la población creció tan rápidamente, ni la producción aumentó de forma tan lenta como había previsto. Sin embargo, introdujo el concepto de crecimiento, frente al sistema económico de tipo estático que describían Adam Smith y los fisiócratas. Del pesimismo de Malthus participaba también otro de los economistas liberales de la escuela inglesa: David Ricardo (1772-1823). Para él, no era posible extraer más riquezas de la tierra ya cultivada y por lo tanto sólo cabía esperar que aumentara la producción agrícola mediante la roturación de nuevas tierras que, por supuesto, eran de menor valor. Por eso, requerían un mayor esfuerzo para su cultivo, por lo que los precios tenderían a aumentar. Por otra parte, la introducción de nuevas técnicas en las tierras de buena calidad, no serviría para aumentar su rendimiento. Por el contrario, a partir de un cierto nivel de inversión para mejorar los cultivos, la producción no se incrementaría al mismo ritmo; es lo que se llama la ley del rendimiento decreciente. Consiguientemente, Ricardo creía que las dificultades económicas y la miseria no podrían ser corregidas ni por los progresos técnicos ni por las reformas sociales.


Otro economista liberal de esta época y que representa el espíritu de la burguesía del siglo XIX es Stuart Mill (1806-1873), quien a diferencia de sus antecesores defendía una cierta intervención del Estado en la economía. Para Stuart Mill se había llegado al término de una evolución y no era posible ya que se produjeran grandes cambios; es más, había que poner todos los medios para impedir que éstos pudiesen darse.Resulta curioso señalar la relación existente entre liberalismo económico y conservadurismo.

Otros economistas, en general franceses, proponían un liberalismo más optimista. Entre ellos cabe citar aquí alean Baptiste Say (1767-1832), F. Bastiat (1801-1850) y Charles Dunoyer (1786-1862). Todos ellos eran contrarios a la intervención del Estado en la economía pues existían leyes naturales que eran las que debían regirla. No eran partidarios de establecer ningún sistema de asistencia ni de atención a los menos favorecidos, porque eso -decían- contribuía a extender la pereza y la incuria. Sin embargo, eran partidarios de fomentar la industria y creían en el aumento ilimitado de la producción. Sólo en un punto parecen contradictorias las doctrinas de estos economistas: aunque contrarios a la intervención del Estado en el control interior de la producción y en lo relativo a las leyes sociales, se mostraban partidarios de la participación del mismo en las cuestiones aduaneras. Casi todos ellos eran proteccionistas.